Publicado en El día de Zamora el 1 de febrero.
El otro día, al salir de casa, me encontré tiradas en el portal un montón de palabras que me impedían acceder a la calle. Intenté apartarlas con cuidado para no tropezar y caerme, y por no dañarlas más de lo que ya estaban, que algunas de ellas, de tan deterioradas, habían perdido todo su sentido. Entre lo excepcional del obstáculo y lo desapacible del día, decidí sentarme en los escalones del rellano y comenzar a desenredar la malla de vocablos que tenía delante. Así, liadas casi en una estaban las palabras hablar y dialogar, dañadas ambas hasta tal punto que lo que parecían era un mero monólogo de uno frente a otro, sin correspondencia alguna entre lo dicho y lo contestado. De otras como decencia o responsabilidad no pude salvar nada, así que, aparte del significado, las pobres habían desaparecido como tales. Pero de esto casi estoy seguro de que ya se han dado cuenta. Entre la maraña también se encontraba crecimiento, que si bien hasta la fecha era sinónimo de aumentar, por culpa de los mandatarios económicos se había enlazado con negativo, dando lugar a una expresión antónima cuyo sentido no alcanzo a entender. Otras dos unidas de manera incomprensible eran discriminación y positiva, que ya me dirán qué tiene de positivo el ser discriminado. No quiero ponerme muy exhaustivo en el lío lingüístico que me encontré, pero al cabo de un rato de intentar desenredarlo, viendo que no iba a ser capaz, cogí todo aquello y lo arrojé al contenedor rojo de reciclaje, que si por ser poco común ustedes desconocen su uso, ya les digo yo que es el que se utiliza para materiales peligrosos, que no hay cosa que más daño haga que una incorrecta utilización de las palabras, una perversión del lenguaje para camuflar cosas como aislamiento, recesión o intolerancia. Viene a ser como aquellas personas que, en vez de tener una higiene personal adecuada, encubren su mal olor con desodorantes y perfumes sin darse cuenta de que los demás nos percatamos, pero por prudencia, por educación o por mero hastío, no llamamos su atención. Vigilen las palabras que usan y aquellas con las que quieren embaucarles. Y ya puestos, vigilen también su higiene. La roña, en ambos casos, siempre acaba asomando.
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