Estaba la pasada mañana tomándome ese café de las once, ese que, salvo privilegiados, los demás tragamos mientras hojeamos cualquier periódico que tengamos a mano en la barra, cuando al mirar la hora en mi reloj de muñeca vi que el segundero se había parado. Agité la muñeca y nada. Alcé la vista y junto a mi segundero se había detenido el camarero, mi vecino de barra, dos mujeres que había sentadas y todo el tráfico de la calle. No sin miedo, salí de la cafetería y comprobé que en efecto, el mundo se había paralizado. Como es habitual que me sucedan fenómenos peculiares tampoco le di mayor importancia, así que aproveché para dar un paseo, hacer un par de compras saltándome las masificaciones, sacarle la lengua en plan infantil a unos cuantos, e incluso reunir el valor suficiente para hablar con esa chica que me gusta y decírselo, “me gustas”, así, bajito, sin apenas mirarla y ruborizándome. He de decirles que respeté la propiedad privada ajena y el mobiliario urbano, pero que me he acostumbrado a este silencio, a esta calma, a hacer las cosas a mi ritmo y no al que me impone el paso del tiempo medido de modo sexagesimal, así que he optado por no darle cuerda a mi reloj y dejarles a ustedes tal y como están. No se preocupen, yo les cuido. Ah, a la chica que me gusta me la he llevado a casa. No es muy habladora pero cada uno tiene sus cosas.
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