Desde hace un tiempo, algunos seres que me leen me están pidiendo que les aclare qué es lo que quiero decir desde mi faro. No voy a hacerlo. Ustedes están acostumbrados a vivir en un mundo en el que desde cualquier plataforma política, religiosa, social o laboral les indican qué tienen que pensar, cómo, cuándo y la manera de ejecutar tales pensamientos. Ese no es mi cometido. Yo aquí vengo y vomito sin tamizar lo que se me pasa por la cabeza para ahorrarme una fortuna en terapeutas, si a ustedes les gusta lo que leen, sigan haciéndolo, si no, sáltense esta columna, pero las interpretaciones corren de su cuenta. Piensen, deduzcan, usen su imaginación, se sorprenderán del tiempo que llevan sin hacerlo y de la cantidad de pensamientos impuestos que les constriñen. Sacúdanse toda esa costra y saquen sus propias conclusiones, activen su mente y a partir de ahí creen su propia filosofía vital. De eso se trata, de impedir que piensen por nosotros o de que nos impongan sus reglas. Una sociedad librepensadora es peligrosa para el poder, ya sea este religioso, político, o social. Dejen de secundar esas pautas, sigan sus criterios, en definitiva, actúen justo lo que les salga de sus respectivos genitales y sin temor a que alguien pueda censurarlos.
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