Así, sin más preámbulos y a quemarropa. Dos palabras que nos llevan a confesarle a la parte contraria que nos hemos entregado a ella de una manera incondicional, ciega, incluso sorda y muda también. Te quiero. Te traslado la responsabilidad de custodiar mi amor por ti y por lo que eres en mi vida. Yo a cambio te haré feliz todos los días, incluso esos en los que mi equipo haya perdido, o tú estés especialmente quisquillosa, o haya que ir a comer a casa de tus padres. Te quiero, aunque por las mañanas te pasees con esa bata de boatiné horrible y el cepillo de dientes incrustado mientras babeas pasta por la comisura de los labios. Te quiero aunque llores porque sí o porque no, aunque tengas mal carácter, y aunque el bikini ese no te siente tan bien como hace un par de años. Te quiero porque te ríes con las locuras que te cuento o se me ocurren, porque a veces me riñes como a un niño pequeño. Te quiero por cómo me haces sentir y cómo me haces ser cuando estoy contigo. A que toda la teoría se la saben y es preciosa eh, pues en la práctica nunca funciona.
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