Publicado en El Día de Zamora el 6 de marzo de 2019.
Empecé a escribir para “El Día de Zamora” en junio de 2011, y nunca he faltado a la cita con el hueco que entre sus páginas me entregó su director para que “escribiera sobre lo que me diera la gana”, según me dijo en aquellos días. Ni cuando las publicaciones eran semanales, ni cuando pasaron a ser mensuales, mis “Postales desde el faro” dejaron de llegar. Hasta agosto de 2018. Como siempre, Eugenio, el jefe, el director de este periódico, me envió un wasap (la RAE dice que se escriba así, y ya saben que para mí la RAE es palabra del creador) para recordarme la fecha de salida del periódico y yo le contesté, mintiendo, que estaba fuera y que me iba a ser imposible enviarle postal alguna para ese mes. Me dijo que en qué andaba liado y me lo quité de encima con ese clásico “ya te contaré”, muy recurrente cuando no quieres dar explicaciones de lo que haces o dejas de hacer. Bueno, pues ese “ya te contaré” ha tardado y voy a cumplir con él ahora. Contigo y con los que quieran leerme. No sé cuándo empezó la cosa, ni el motivo que la provocó. Supongo que sería una amalgama de causas mal enfocadas, sin resolver, que vas acumulando y echándote a la espalda hasta que la espalda se quiebra. Empiezas a ser consciente de que estás triste, pero no es una tristeza entendida como un bajón, como la que te provoca un mal día o la derivada de la rutina. Es una tristeza honda, que te absorbe las fuerzas y hace que cualquier cosa suponga un esfuerzo insoportable. Es una tristeza que te hace perder terreno en el día a día, porque como todo cuesta de más, vas dejando de hacer y te limitas a la mera subsistencia, al sobrevivir hoy y ya veremos mañana. No sales a la calle, aparcas tus hobbies, rompes lazos con tus conocidos, te cuesta hasta respirar. Se parece mucho a un “pasar de todo”, pero notas que es algo mucho más profundo. Te das cuenta de que llevabas años sin llorar y ahora te tienes que esconder en cualquier lado para hacerlo y no dar explicaciones. Porque lloras, durante todo el día, así sin más, porque sí. Y ese coqueteo que alguna vez has tenido con el suicidio deja de ser una posibilidad remota para convertirse en una solución real a lo que te pasa. Y lo intentas, ¿por qué no? Así acabará este martirio. Pero fallas, y eso te hace sentirte más fracasado; si ni siquiera vales para quitarte de en medio es que eres más mierda de lo que creías. La cosa trasciende de lo mental a lo físico. De repente toda la ropa parece haber crecido y todo te queda enorme, y no, es que tú has pasado a ser una versión casera de “El increíble hombre menguante”. En mi caso, una merma de 14 kilos. Los que me conocen, que ya me tienen por enjuto, háganse a la idea de lo que es mi cuerpo con 14 kilos menos de lo que en mí es normal. Sigues pensando que el suicidio es la forma más eficaz de escapar de una vida que no toleras más, y te ratificas en la idea cuando te informas de que, en España, el suicidio es la primera causa de muerte no natural con más de 3.600 fallecidos al año, es decir, una media de 10 suicidios al día en nuestro país. En un momento de lucidez, decides darle una oportunidad a la Seguridad Social (hoy puedo decir que bendita Seguridad Social, pese a todas sus lacras). Te plantas delante de tu médico, y cuando intentas explicarle lo que te pasa no encuentras palabra alguna que lo defina (imagínenme a mí quedándose sin palabras por algo) y te echas a llorar. Cuando ya te calmas, tu médico te receta unas pastillas llamadas antidepresivos y ansiolíticos y te envía al psiquiatra. Al psiquiatra, como si fueras un puto loco, otra bofetada en tu ya inexistente autoestima. Y el psiquiatra te espeta que, a lo que tú llamabas “la cosa” es una “depresión ansiosa con tendencias suicidas” y que te van a poner en una lista de riesgo moderado al suicidio y a enviarte a un psicólogo. Como ya no tienes autoestima, te da igual lo que te digan, sólo quieres que te saquen “la cosa” de dentro.
Lo
de las pastillas también es una experiencia maravillosa. Te provocan mareos,
sudoración, sequedad de boca, temblores… Vuelves al médico porque aparte de lo
que ya tienes encima, ahora esto. Y el médico “te ajusta la medicación”, como
si fueras un vehículo pasando la ITV, y te dice que tu cuerpo tiene que
adaptarse a lo que le estás metiendo, que tardarás “entre tres o cuatro semanas”.
Lo de “éramos pocos y parió la abuela”, se queda corto. Sigues con la boca
seca, sudas, intentar acertar con las teclas correctas en el ordenador es un
logro, afeitarte también. Las manos no paran de temblarte. Sumen a esto que uno
sigue acudiendo a diario a su trabajo y a su gimnasio, y que según el
psicólogo, eso es una muestra de fortaleza. Primera cosa que te meten en la
cabeza, eres fuerte si todavía sigues luchando, aunque no tengas claro si lo
haces de pie. Mi psicólogo me preguntó por qué no me había intentado volver a
suicidar tras el primer fracaso. “No te estoy invitando a que lo hagas” me
puntualizó; era una manera de demostrarme que, en realidad, seguía teniendo fuerzas
y ganas de vivir. Había tenido arrojo para ir hasta la consulta y eso me había
generado esperanza. Y que si había tenido fuerzas para darme cuenta de que no
quería estar así, existía algo sobre lo que construir. Progresas,
tu cuerpo ya ha aceptado la medicación. Progresas, te sacan de la lista de
riesgo moderado de suicidio. Progresas, sin más, y empiezas a mirar a tu
alrededor para darte cuenta de que sufrir un trastorno mental es muy complicado
en la sociedad del siglo XXI porque no sólo te toca pegarte con la enfermedad,
sino con la falta de empatía de la gente. Un enfermo de cáncer es arropado y
jaleado, un luchador (no quiero mostrar aquí falta de sensibilidad ni comparar
unas cosas con otras, pero me van a entender el ejemplo). Un enfermo mental es
un triste al que con decirle que se vaya de copas o que eche un par de polvos
se le va a pasar todo. Un enfermo mental es invisible, y así he vivido yo más
de un año; invisible a los que me rodean, a mis compañeros de profesión, de
gimnasio. A mi familia. Hoy me he tomado la última pastilla que tenía que
tomarme, hace unos días el psicólogo me dijo que no volviera por allí. ¿Estoy
curado? No lo sé. Sólo sé que ahora creo que soy más fuerte porque veo venir los
problemas que pueden llevarme a estar preso de “la cosa” de nuevo, y los
afronto o esquivo, según. Fijo que alguno me impactará, pero seguro que podré
soportarlo. Ya ves Eugenio, aquel “ya te contaré” por el que falté a mi cita
con nuestro periódico me ha quedado un poco largo, pero te lo debía. Y me lo
debía a mí, que ya me veo.
Puedes
seguirme en twitter en @cuadrablanco. No es obligatorio.
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