Publicado en El Día de Zamora el 20 de julio de 2018.
La venganza
no es sólo un tema recurrente en la literatura o en el cine, sino en la vida
cotidiana de cada uno de todos nosotros. Consiste en el deseo de revertir los
roles de víctima y ofensor, de ver sufrir al que le hizo a uno sufrir, incluso mejor
si ello conlleva mayor sufrimiento todavía. Existen varios niveles de gravedad
de la venganza y muy diferentes maneras de realizarla, desde la aniquilación
del ofensor, la agresión física y verbal a él, a sus familiares o propiedades, la destrucción de su imagen social, sin olvidar la ruptura de la comunicación
y el distanciamiento. Por suerte, se queda muchas o la mayoría de veces en puro
deseo, en venganza imaginada, pero en otras, aunque la consideremos reprobable,
la ejecutamos, la aplaudimos, o nos identificamos con el que la practica. Decía
Lord Byron, en “Don Juan”, que “la venganza es dulce”; y se atribuye a Alfred
Hitchcock la especificación jocosa de que “…y, además, no engorda”. Las
principales funciones que le atribuimos a la venganza suelen ser la de reparar
el daño sufrido, la de dar una especie de “lección moral” al ofensor (así
aprenderá) pero sobre todo la de trasladarle a ese ofensor que debe respetar al
ofendido (va a saber este quién soy yo). Así, con la venganza pretendemos restablecer
el equilibrio de poder y, con ello, la propia valoración y la autoestima del
ofendido. Ahora bien, no todo van a ser ventajas ni satisfacciones. La venganza
tiene también un lado oscuro, una contraparte; puede llegar a equilibrar el
nivel del daño o del sufrimiento, pero no reparar el perjuicio de la ofensa.
Además, la respuesta de la venganza puede ser mayor y más desproporcionada que
el agravio original, dado que darle vueltas una y otra vez al daño inicial
aumenta este e infla mucho más la venganza. Así, lo que nos parece dulce al
imaginar y ejecutar su aplicación (me voy a quedar a gusto) suele devenir en un
amargor que incluso afecta a nuestro estado emocional. El ensayista John Milton
en “El paraíso perdido” decía que “la venganza, aunque dulce en un principio,
se vuelve amarga muy pronto, y recae sobre el vengativo”.
Intentar
remplazar la venganza por una pacífica reconciliación no siempre es posible,
fundamentalmente porque dicho arreglo es cosa de dos, los cuales pueden no
estar de acuerdo en ello, y sobre todo depende del grado de relación entre el
ofensor y el ofendido/vengativo. No conviene asociar la venganza como una
reacción natural ante cualquier ofensa, incluso ante las más graves. Deberíamos
tratar de enfriar el agravio hasta eliminar el odio o el resentimiento, pero
sobre todo, persuadirnos de que las mismas fuerzas que sirven para destruir y
desunir, son también válidas para construir y unir. Aunque la expresión “laissez faire,
laissez passer” (dejen hacer, dejen pasar) se aplica
sobre todo a cuestiones económicas, en el caso que nos ocupa también nos la
podríamos dedicar. Dejen hacer, dejen pasar el tiempo. Guarden ese rencor y ese
sufrimiento en una caja y enciérrenla, a ser posible en una nave de las
dimensiones de la escena final de “Indiana Jones en busca del Arca Perdida”. Y
déjenla ahí para siempre. Pero para siempre.
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obligatorio.
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