Hace unos días una conocida me contó una historia. Ella lo hizo de un modo descarnado, sin omitir los detalles, en un estilo propio del neorrealismo italiano. Pero ya saben ustedes que yo no sé narrarles las cosas de ese modo, así que enseguida me hice mi composición de lugar del relato, y el drama pasó a convertirse en un cuento. El cuento trataba de una princesa que se encontraba con una niña. La princesa de este cuento, valga como paradoja, no era la clásica princesa de vestido color pastel, esas propias del imaginario de Walt Disney, tampoco era una de esas princesas a las que mantenemos con nuestros impuestos y de las que desconocemos su labor salvo la de engendrar vástagos y estar ahí, cual jarrón decorativo. La princesa de nuestro cuento ni siquiera era una de esas princesas del pueblo que salen en televisión contándonos sus miserias a gritos. Nuestra princesa vivía en un callejón, y su edad era indeterminada, porque la dureza de la vida en la calle y la mugre que le cubría sus ropas, su rostro y sus manos nos impedían saber cuántos años tenía. Esta princesa hurgaba entre los contenedores de basura para procurarse su sustento, y en vez de rodearla alegres gorriones, le rondaban los tobillos algunas ratas, cucarachas, y toda suerte de alimañas. La princesa se encontró con una niña que paseaba por ese bosque urbano y que se dirigía a uno de los puestos del reino a adquirir viandas, y que al encontrarse con la princesa no tuvo que preguntarse aquello de “la princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?”, porque la princesa ya no estaba triste, estaba desesperanzada, estaba rendida. La niña adquirió algunos alimentos básicos y se los dio a la princesa para que se nutriera de algo más que desperdicios y entonces la princesa le sonrió y con su varita hizo que todo aquello desapareciera y colmó a la niña de bondades y su reino ya no volvió a ser desgraciado. Bueno, esto último no sucedió así. La princesa cenó y desapareció, dejando atrás a la niña, y llevándose su pobreza, su frustración y la imposibilidad de empezar una nueva vida fuera de su miseria. Ya ven, al final esta historia sí que podría haberla rodado Vittorio de Sica junto con la recomendación de la FAO de comer insectos para paliar el hambre. Algunos ya han empezado.
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