A veces ella sonreía, o se ponía a canturrear en algo que pretendía ser francés y que a su parecer le daba cierto aura de glamour del cual, sin duda, carecía. Fumaba unos cigarros negros con el filtro dorado y se paseaba por casa descalza, con una bata de gasa que se entreabría con cada paso, despeinada, el rimmel corrido, intentando escapar de una decadencia que era más que evidente. Se alimentaba de Tom Collins y de su propio ego, me llamaba cariño pero dudo que supiera lo que significaba sentir eso hacia nadie. Había tenido multitud de amantes a cada cual más joven y ordinario, pero ya apenas nadie desfilaba por su alcoba. Ella iba muriendo así día a día, mientras yo le hacía de espejo de la Reina de Blancanieves y le decía que seguía siendo la más bella del reino. Al hacerlo, me miraba de soslayo, inventaba una medio sonrisa, me susurraba, adulador, y me hacía un gesto displicente con la mano para que la dejara en paz con sus cigarros, sus cócteles y su pequeño pick up en el que sonaban discos de Jocelyne Jocya, Edith Piaf y Gillian Hills. Un día llamé a su puerta y no abrió nadie. Volví al día siguiente y tampoco. Pasada una semana intentándolo en vano, vi a unos individuos sacando de la casa una gran bolsa negra y metiéndola en una furgoneta. Las vidas llenas de tópicos, tienen su encanto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario