Un día, no
muy lejano, me quedaré en la cama y no me volveré a levantar. Al menos no hasta
que no me dé la gana. Nada de despertador, nada de teléfono móvil, nada de
clientes, ni de familia, ni de pareja e hijos imaginarios, ni del cartero o el
revisor del gas. Me quedaré emboscado en mi edredón nórdico, remoloneando,
intentando averiguar qué hora es por la poca luz que entra por los resquicios
de la persiana, o ni siquiera eso. E imaginaré que ese día todos los que
conformamos la infantería ciudadana nos hemos quedado en la cama y hemos
mandado al cuerno nuestras obligaciones, las impuestas y las que no, y no se
escuchará un ruido por la calle, ninguna sirena, ningún frenazo, ningún claxon,
ninguna música estridente del coche de algún cani/choni. Y todos aquellos que
nos han tomado por estúpidos, que nos miden por lo que gastamos, por lo que
pensamos, por lo que hacemos o dejamos de hacer, se darán cuenta de que sin
nuestra presencia no son nadie, y que ya nos hemos hartado de que solo tomen
decisiones para cómo arruinarnos la vida, para cómo apretarnos más las clavijas
hasta que nos crujan las costillas, o de cómo golpearnos con la porra en el
cuerpo y en el alma. El día anterior a ese día nos habrán quitado nuestro
último derecho y por eso no merecerá la pena levantarse, hasta que uno de
nosotros, sin nada que perder ya, salga de casa y se plante delante de un
ministerio, de una comisaría, de un banco. Y se quede ahí, y junto a él, todos
los demás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario