El otro día, por la mañana, al poco de levantarme y disponerme a escribirles a ustedes esta columna semanal, me encontré con que no tenía palabras. Más que encontrarme, me desencontré, porque por mucho que buscaba y buscaba, no hallaba ningún término escrito o hablado que pudiera expresar lo que quería contarles. Esa ausencia de palabras se extendía también a la imposibilidad de atender a las llamadas telefónicas, al hecho de ir a la compra y pedir una barra de pan, o a algo tan rutinario como dar los buenos días a mis vecinos cuando coincidía con ellos en el ascensor. Como tenía mucho que decir y escribir pero me era imposible, decidí pasear por la calle y observar a todo el resto de seres que, afortunados ellos, sí podían expresarse con libertad plena. Al poco tiempo, pude comprobar que la mayoría de la gente con la que me cruzaba tampoco tenía palabras. En realidad sí las tenían, pero se quejaban de lo contrario. A saber, una persona le comentaba a otra algo referente a la economía del país y la contestación que recibía era “no tengo palabras”. Si la conversación versaba sobre la capacidad de nuestros gobernantes, la respuesta era “no tengo palabras”. Asimismo, si el objeto de debate era la sanidad, la educación, el trabajo o la ética de las entidades bancarias, siempre aparecía el consabido “no tengo palabras”.
En el camino de vuelta a mi casa concluí que habíamos ido perdiendo tantas cosas de unos años para acá que hasta sin palabras nos habíamos quedado. Y el hecho de que nos hayan privado de esa herramienta de expresión lo único que ha provocado es que, poco a poco, nos hayamos ido guardando en nuestro interior los miedos, los anhelos, las esperanzas, las vergüenzas, la cortesía, las lágrimas, e incluso hasta la alegría, por aquello de no desentonar con el resto de la sociedad y no parecer un ser feliz, que a saber por qué lo es este y no yo, porque eso sí, las envidias y los rencores no nos los hemos quedado dentro, no, esos no. De tanto que hemos ido acumulando para nosotros mismos sin la posibilidad de sacarlo al exterior, nos hemos convertido en maletas humanas, baúles de emociones contenidas cuya carga cada día es más difícil de portear y que ya arrastramos dejando el rastro por el suelo. Como los caracoles.
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