Corrupción.

Publicado en El día de Zamora el 25 de enero.

El otro día, al salir de casa hacia mi jornada laboral, me encontré con la corrupción. No vayan a pensarse que era un ser ponzoñoso, retorcido o maloliente, más bien todo lo contrario. La corrupción era una mujer atractiva, elegante, seductora, de manicura perfecta y voz sensual, bien vestida, que se me acercó, me agarró por el brazo y empezó a hablarme de todas sus bondades, de que si yo actuaba de tal o cual modo mis problemas económicos irían mitigándose, que fulano y mengano me tendrían en consideración por el favor prestado, que en determinados supuestos no sería necesario que hiciera nada, pero que en vez de mirar hacia una dirección mirara hacia esa otra, que igual tenía que hacer algún viaje a cierto país alpino, y todo ello tan bien explicado, tan adornado, con ese tono de voz envolvente y esas caricias reconfortantes, que estuve a punto de caer presa de sus encantos. Tampoco quiero mentirles, no dije que no, ni siquiera me pareció ofensivo que se hubiera dirigido a mí, sus modos eran educados y encantadores, y la tentación muy grande como para desecharla sin más. Le pedí que me diera un poco de tiempo para pensar sobre ello, un poco de tiempo para meditar acerca de si merece la pena dejarse llevar por la corriente del río en vez de nadar en su contra. Le di vueltas y vueltas a la cuestión, total, si la corrupción está instaurada en nuestra sociedad a todos los niveles, por qué voy a ser yo el único tonto que no se pringue y quiera mantener su ética y moral por encima del estándar medio, por qué voy a ser yo el señalado como aquel que no se mojó y perdió la oportunidad de beneficiarse de modo directo, de dejar de pasar penurias, de poder ayudar a familiares, o incluso a amigos si fuera el caso. Ay corrupción, para qué te me aparecerías, que ahora de tanto darle vueltas a la cabeza no me dejas apenas dormir. Pero como en todas las historias con final feliz, conseguí superar la tentación y no me dejé vencer por ella. Al día siguiente, al regresar a casa, debajo del felpudo, asomaba un sobre abultado que me erizó el poco pelo que me queda. Un sobre que llevaba su aroma, un sobre que miro cada día sin atreverme ni siquiera a rozar.

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