En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. Así comienza “El Hobbit, o Historia de una ida y una vuelta”, la obra que J.R.R. Tolkien escribió como entretenimiento para sus hijos pequeños, y que acabó siendo el origen de todo. Sí, de todo. Lo que empieza siendo un mero cuento acaba deviniendo en un cosmos completo, un universo descrito hasta el último detalle, el más exhaustivo estudio antropológico, geográfico, zoológico y lingüistico que se haya hecho nunca sobre un mundo mitológico. La Tierra Media, un territorio brutal y despiadado, lleno de peligros y de alianzas insospechadas; y un diminuto lugar al oeste: La Comarca. Hogar de los hobbits, seres cuya estatura media ronda el metro, de apariencia aniñada, rollizos, con gran afición a la comida, la bebida y la vida sedentaria. Pero ya sabemos que no debemos dejarnos engañar por esa apariencia. Un hobbit es mucho más de lo que muestra, es resistente hasta el extremo, leal más allá del propio concepto de la honestidad y aun así, igual que gracias a dos pequeños hobbits el destino de la Tierra Media cambió para siempre, por culpa de uno la cosa pudo tornar en desastre de colosales consecuencias. Y todo este universo ha sido recogido por Peter Jackson para rodar de nuevo una trilogía sobre la obra de Tolkien. Jackson vuelve a Nueva Zelanda, nos enseña unos paisajes espectaculares, recurre a las clásicas ilustraciones de Allan Lee para los lugares más representativos, Rivendel, Erebor, Hobbiton, los ropajes, las fisonomías. Se apoya en las localizaciones naturales y en la banda sonora de Howard Shore para dotarla de épica, pero aun así, mete la cuchara y se inventa personajes allí donde no es necesario, pretende darle un tinte cómico, cuando los que hayan leído el libro saben que este no existe. Peter Jackson utiliza a Tolkien para su mayor gloria en vez de hacerlo al revés y ponerse a su servicio. Nunca perdonaré a Jackson que me escamoteara a Tom Bombadil en su trilogía de “El Señor de los Anillos”, ni que reinterpretara la muerte de Grima o de Saruman. Me da miedo lo que haya hecho ahora con “El Hobbit”, cuyo resultado definitivo no veremos hasta 2014. En todo caso, si en estos días se topan con algún anillo por la calle, ándense con ojo. Puede ser el tesoro de alguien.
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