Hace un par de mañanas, al salir de casa, me encontré con el desaliento. Era una figura desgastada, no tanto por el paso del tiempo sino por el desmedido uso que se estaba haciendo de ella, pero aun así de gran presencia física, con un rostro duro, agrietado, como el de los labradores de antaño. Tenía la mirada fría y un sonido siseante en su voz, una voz que sonaba a hueco y que me saludó con un buenos días tan apacible como el de nuestras zamoranas madrugadas de enero. Esta vez no fue necesario preguntar qué hacía, porque con dar un pequeño paseo o escuchar las noticias sabemos que se ha instalado entre todos nosotros y al parecer lo ha hecho para quedarse por mucho tiempo. Él mismo me contó, sin que yo pronunciara palabra, que de todos los males que nos acechan, representaba el peor de todos. Su resumen fue que puede meterse en el ánimo de cualquier persona y aprovechándose de sus debilidades provocadas por las situaciones económicas, laborales, familiares, el fracaso, el engaño, la mentira, el desamor y un etcétera inabarcable, hacer de ella lo que le venga en gana. Pero ese lo que le venga en gana va encaminado a hacer de nosotros seres inseguros y temerosos, nos induce al fracaso, nos convierte en nuestros propios verdugos, nos hace caer en la desmotivación, y poco a poco nos desinfla hasta hacer de nuestra existencia una mera presencia mecanizada carente de esperanza alguna. Ni siquiera nos permite recurrir a la envidia de ver el progreso de los demás mientras apreciamos nuestra decadencia, dado que a nuestro alrededor solo está esa decadencia constante y al parecer inacabable. No ha quedado nada a lo que podáis agarraros y con lo que os podáis sostener. Y ahí me dejó, mientras siguió su camino entonando y arrastrando las eses del tango de Luís Castiñeira “Va plateando mis cabellos la ceniza de los años, en mis ojos no hay destellos pues la noche se hizo en ellos al dolor de un desengaño. En mi drama sin testigos, sin amor, sin esperanzas, sin amparo, sin amigos, destrozado en mis andanzas vuelvo al barrio que dejé. Dando tumbos por mi huella sin rencor, aunque maltrecho, no me guiaba más estrella que una sombra, la de aquella, que me hirió dentro del pecho”.
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