Publicado en La Galerna el 4 de marzo de 2020.
Hay un joven obsesionado con el tiempo recorriendo la banda izquierda del
Santiago Bernabéu. Da igual que estemos en el minuto tres de partido o en el
ochenta y ocho; el joven en cuestión corre sin parar los 105 metros del lateral
en un sentido y otro, sin escatimar un esfuerzo. Su gran obsesión es el tiempo,
debe creer que siempre llega tarde y por eso siempre anda con prisa. Prisa por
buscar el espacio en el campo, prisa por encarar rivales, prisa por llegar al
área contraria. Cuando la pelota llega a los pies del joven, la grada se
despereza y comienza a entrar en combustión, como si el muchacho fuera un
mechero Bunsen que acelerara una reacción química. Y eso es lo que hay entre el
Bernabéu y Vinicius, química, una afinidad profunda entre ambas partes. No me
refiero a una mera atracción, sino a una relación bidireccional; los
aficionados quieren a Vinicius y él quiere a los aficionados. Vinicius, de ahí
el título de este artículo, es como el conejo blanco de “Alicia en el País de
las Maravillas”. Nos provoca tal curiosidad sobre lo que va a hacer que consigue
que le sigamos hasta hacernos caer por el agüero de la madriguera, su misión: hacernos traspasar la realidad sin que seamos conscientes de ello. Su aparente
inocencia contrasta con su naturaleza real: la de ser un transgresor. Y es que
el fútbol de Vinicius es transgresor, porque ha recuperado un arte que apenas
se practica y es el de regatear al rival. No hay mayor humillación como la de
un tipo que te encara con el balón entre los pies, que ejecuta unos malabares
con una rapidez insólita y hop, te deja atrás por mucho que trates de cocearle.
Vinicius tiene prisa en todo lo que hace, hasta en querer agradar al Bernabéu,
lo cual a veces le hace tomar decisiones poco acertadas y equivocarse. En este
punto les recuerdo que tiene 19 años, y con 19 años uno tiene el derecho de
querer alcanzar sus sueños muy rápido y también tiene el derecho a equivocarse.
Derivados de estos derechos también están las obligaciones, que en este caso
serían la de aprender y la de no cesar en el empeño, y Vinicius tiene todavía mucho
que aprender, afortunadamente. Tiene que aprender “la pausa”, pese a su
naturaleza que le llama a irse a regatear al rival en cuanto le llega el balón,
pese a que según atraviesa las líneas que delimitan el área rival parezca que
su lucidez se oscurece. Es ahí donde esa pausa para resolver, para ejecutar el tiro a puerta
se le hace más necesaria, pero su prisa por querer agradarnos hace que a veces
se embarulle, se líe, se equivoque; como cualquier muchacho de 19 años.
Aprenderá. Y aprenderá también a ponerse la piel de teflón contra todos
aquellos que se han reído, y se ríen, de él. Jóvenes que, sin responsabilidad
alguna en sus vidas, insultan y se mofan de su atrevimiento. Adultos que, acomodados
tras sus medios de comunicación, pretenden destruirlo por el hecho de ser
diferente. El Bernabéu se ha ilusionado con Vinicius, y él se emociona con el
Bernabéu. Su compromiso con el escudo es indiscutible, así, recuerden sus
lágrimas cuando tuvo que dejar el campo, lesionado, aquella infausta noche contra
el Ajax, o cuando le marcó a Osasuna en septiembre de 2019. Estas últimas,
además de tocar la fibra sensible del madridismo, le ayudaron a limpiar toda la
porquería que le habían tirado encima sin piedad ni misericordia desde todos
los flancos. Vinicius corre y ya sonríe, una sonrisa blanca que destaca en su
negra piel nos iluminó la noche del pasado domingo. Y se golpea el escudo
para hacernos ver que es uno de los nuestros y nos lo quiere dar todo, y por eso
deseamos que le salga todo bien. Vinicius cuando agarra el balón nos emociona, nos
embauca y hace que le sigamos por el agujero de la madriguera a su mundo de
fantasía porque de realidad ya estamos hastiados. Es nuestro conejo blanco y
todos queremos ser su Alicia.
Puedes seguirme en twitter en @cuadrablanco. No es
obligatorio.
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