Publicado en El día de Zamora el 21 de diciembre.
Y tal como se llevaba diciendo durante todo el año, el 21 de diciembre de 2012 se acabó el mundo. La estela 6 de Tortuguero, interpretada y reinterpretada, no nos sacó de la duda de si sí o de si no, así que en España hicimos lo que mejor se nos da, que es sentarnos a esperar a ver qué pasa. Y lo que pasó fue que en la mañana del día fatídico, a eso de las siete, sonó mi despertador y cuando fui a levantarme un caballero con un traje y corbata negros, camisa blanca, todo muy del estilo “Mad men”, a mi parecer juraría que era el propio Don Draper, se sentó a mi lado y me dijo que no me levantara, que ya no era necesario, que el mundo se había terminado. Si les digo la verdad, no di mucho crédito a lo que me decía, yo me imaginaba que el mundo acabaría como tiene que acabarse, con una crecida del Duero que lo inundara todo, con un volcán que se abriera en mitad de la Plaza Mayor y arrasara el Ayuntamiento en plan justicia poética y después todo lo demás, pero no, el fin del mundo era un tipo con traje sentado a los pies de mi cama. Corrí las cortinas, subí la persiana de mi dormitorio, y tal como era de esperar, el mundo seguía ahí. Me giré, le señalé con el dedo y le dije, qué, ves como no se ha terminado, ahí está. El sujeto, pillado en falsedad flagrante, confesó que en realidad era un funcionario reciclado, que ni fin del mundo ni gaitas, pero que a ellos les habían encargado colarse en las casas de la gente y dar la buena nueva así, con la esperanza de que nos lo creyéramos, dejáramos de protestar por todo, que nos habíamos acostumbrado a vivir del cuento y que ahora ya no había recursos para todos, así que en parte, se justificó, el mundo tal y como lo conocíamos sí se había acabado. Despedí al funcionario, y me disponía a prepararme el desayuno como un día más cuando reparé en que el reloj de mi cocina estaba parado, luego sentí un fuerte olor a azufre y tras él, el silencio.
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