Publicado en El Día de Zamora el 24 de marzo de 2017.
Suena el despertador, suena el cuerpo al
estirarse, suena la persiana al subirla, suenan los pasos sobre el suelo, suena
la cisterna del cuarto de baño, suena la cafetera y el microondas, suena la
ducha, la puerta al cerrarse y las llaves al guardarlas. Suena el teléfono, y
las mismas voces aburridas de fondo con los mismos asuntos rutinarios. Suena el
viento y la lluvia al caer en este recuperado invierno de la iniciada
primavera. Suenan los cláxones de los coches, alguna sirena de la policía, o de
los bomberos, o de lo que sea, pero suena. Suenan fragmentos de las
conversaciones de la gente con la que nos cruzamos en la calle, suenan las
quejas de los usuarios al hacer cola, suenan las diferentes plantas que
recorremos en el ascensor y que una voz metálica nos va narrando: Planta
primera, planta segunda, planta tercera… abriendo puertas. En su defecto, en
vez de sonar esa voz, suena una música que de música tiene poco pero a la que
llamamos así por pereza, por no inventar otro término que la diferencie de la verdadera
música que a veces suena por la radio. También suenan las miradas que en el
habitáculo del ascensor nos dirigimos unos a otros sin cruzar palabra, mejor,
que para lo que la mayoría tiene que decir es preferible que nos indiquen la
planta en la que estamos o que nos “distraiga” el soniquete musical
predeterminado a cada momento. Suena el cansancio del día, y las llaves de
nuevo al abrir la puerta de casa, que también suena al cerrarse tras nosotros.
Suenan los vecinos con sus discusiones, suena de nuevo el cuerpo al desvestirse
y volverse a vestir con la ropa de andar por casa. Suena el sofá al acogernos y
la televisión al intentar distraernos. Suena alguna notificación en nuestro
móvil, estas no han dejado de hacerlo en todo el día pero ahora suenan más. Suena
el aburrimiento, las miradas al reloj, el momento de acostarnos. Un día, otro,
otro más. Suena la vida yéndose por el sumidero.
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