Publicado en El Día de Zamora y El Periódico de Castilla y León el 29 de julio de 2016.
El tipo, uno normal, no tenía
ninguna característica que lo diferenciara de cualquier otro tipo, llegó a
casa, sacó las llaves, abrió la puerta, colgó la chaqueta en el perchero y se puso
a preparar café en la cocina mientras dejaba correr el agua caliente de la
ducha. Dejó tirada la ropa en el suelo del baño, se miró en el espejo y pudo
ver de nuevo su piel salpicada de motas negras de diferentes tamaños. Suspiró.
Se metió en la bañera y frotó de manera concienzuda todo su cuerpo con un
guante de crin, el cual, aparte de quitarle la suciedad, le exfoliaba la piel y
ayudaba a eliminar las células muertas y seguro que también alguna viva. Tras
el meticuloso baño, se secó, se vistió de una manera más confortable y se tomó
ese café que ya estaba listo. El café ya no le proporcionaba ningún placer,
sabía que al día siguiente, pronto, muy de madrugada, tendría que volver a salir
a recorrer la calle, sin rumbo, para recoger sobre su epidermis, en forma de briznas
negras, todas nuestras faltas, pifias, odios, envidias, desasosiegos, ascos,
desamores... La lista es infinita, como infinitas son las marcas que van quedando,
día a día, sobre su carne.
Su misión es
agotadora, y de un tiempo a esta parte se ha dado cuenta de que, por mucho que
se frote, las manchas no desaparecen del todo, se van acumulando los restos de
un día con los de otro, como si la piel sufriera un rápido proceso de
envejecimiento. Pero él sabe que esas manchas que van marcándole no son fruto
de la edad y que ya no habrá jabón, por muy abrasivo que sea, ni esponja como
lija, que limpien esas sombras. Así, en uno de esos días en los que retornaba a
casa tiznado, en vez de hacer café y prepararse un baño, se asomó al balcón, se
subió a la barandilla y, mientras caía hacia el asfalto pensó: “sí, ya era hora
de descansar”. Al día siguiente, la gente tuvo que aprender a vivir llevando
sobre su piel unas molestas motitas negras que los dermatólogos achacaron, sin
duda alguna, a los excesos veraniegos en la toma del sol. Lo que los dermatólogos
no alcanzaron a aclarar fue por qué, junto con esas manchas cutáneas, la gente comenzó
a experimentar un gran sentimiento de soledad y culpa.
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