Publicado en El Periódico de Castilla y León el 3 de junio de 2016.
El
otro día tuve un juicio, ya saben la mayoría de ustedes que me dedico a la
noble profesión de la abogacía, y ante la notable reprimenda que me estaba echando
su señoría, como es obvio por causas injustificadas, le espeté que a quién se
estaba dirigiendo no era a mí, sino a mi hermano gemelo. Desconcertada ante mi
artimaña, vestí mi argumento diciéndole que había días en los que el que
ocupaba mi vida era mi gemelo y que yo hacía lo propio con la suya “por salir
de la monotonía más que nada, señoría”. Turbada ante tal confesión, sufrió un vahído
y no hubo más remedio que suspender la vista. Sí, ya vendrán
algunos de ustedes a echarme en cara que por comportamientos así tenemos la
demora judicial que tenemos, pero ya ven, fue lo primero que se me vino a la
mente para salir del paso. Qué fenómeno más curioso este de la gemelidad
biológica, y qué empeño el del ser humano por imitar a la naturaleza, que en un
intento de copiar a esta, nos hemos inventado la gemelidad espiritual o
anímica. Nada que ver la una con la otra, dado que, mientras que en la
biológica, los hermanos gemelos, en las primeras fases de gestación, están tan
unidos que forman un todo compacto, el cual se disocia en el momento del
alumbramiento, en la anímica el proceso es inverso. Nos movemos por el mundo en
nuestra individualidad y, de vez en cuando, conocemos a alguien a quien,
alegremente, etiquetamos como nuestra alma gemela y damos por hecho que esa
unión espiritual será para toda la vida. Y aquí nace un círculo vicioso en
virtud del cual, y por culpa de esas almas gemelas, se crea el género romántico, entendido este como pastiches de amor idílico, que consumido por
pusilánimes y melifluos, les aboca a la búsqueda desesperada de su alma gemela
y a la consiguiente infelicidad. No es este mi caso, dado que desde muy pequeño encontré mi
alma gemela en un equipo de fútbol que viste de blanco, con un escudo
redondito que recuerda a un despertador antiguo, y que atesora en sus vitrinas
una colección envidiada e inigualable de Copas de Europa. Y sí, miren, no ser del Real
Madrid es renunciar deliberadamente a la felicidad. Pregúntenle a mi gemelo,
que el otro día iba con unos que visten como los viejos colchones...
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